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miércoles, 4 de noviembre de 2009

Flor de Loto 2

Germán observaba risueño la fotografía sujeta entre sus dedos. En ella se podía apreciar, entre los pórticos de una vieja ermita asturiana, a la persona que había puesto su vida patas arriba.
Sonrió satisfecho. Y es que, después de mucho vagar por el laberíntico y difícil mundo del amor, por fin parecía haber dado con la persona indicada para compartir el resto de sus días.
Claro, eso si ella aceptaba.
Exactamente, veinticinco días atrás, haciendo acopio de un valor descomunal, le había pedido que salieran juntos.
Ni «si», ni «no». Graciela no dijo nada en los instantes siguientes tras la pregunta. Su cara iba de la sonrisa a la seriedad; de la seriedad a la sonrisa, pero con todo, no dejó de mirar a los ojos de Germán, que parecían sumidos en un desagradable amasijo de nervios.
Finalmente, cuando Graciela pereció reaccionar, habló, pero sus palabras se estrellaron en la mano de Germán en el mismo instante en que pretendian salir de su boca.
—Ahora no —le dijo con voz temblorosa—. Piensalo bien y cuando estes segura, me das una respuesta.
Ella río, en tanto se zafaba con suavidad de la mano de Germán.
—Esto no se piensa, Germán —replicó ella en un susurro—. O es «sí», o es «no»: no hay más.
Él agachó la cabeza y se mordió los labios.
—Pero si tú —continuó ella con la misma dulzura de antes— necesitas estar preparado para asumir mi respuesta, ya sea un «sí», ya sea un «no», de acuerdo, esperaré. De aquí a un mes te daré un contestación.
Y así quedaron.
Hacía dos años que se conocían.
Durante todo ese tiempo habían hablado, habían reído y, en los momentos cuando hay que ser serios, se habían contado sus más íntimos secretos, mientras tomaban helados tumbados en la arena de la playa, o tomando un refresco en las terrazas del centro hasta bien entrada la noche.
Muchas noches y muchos helados habían degustado ya desde entonces.
El caso es que, casi sin quererlo, habían congeniado a la perfección. Se entendían y, por las miradas que ambos se robaban, podría decirse que también se gustaban.
Se gustaban mucho.
¿No eran acaso suficientes motivos aquellos para pedirla salir?
Además estaba lo de este fin de semana.
Estos días con ella, aunque no había pasado nada entre ellos, habían sido mágicos. Desayunar, comer, cenar y dormir a escasos metros de ella había sido como reproducir en una gran pantalla el mejor de sus sueños. Incluso mejor.
También, por supuesto, existía la posibilidad de que ella, finalmente, le dijera que no.
Suspiró.
Aquello le preocupaba sobremanera.
Un «no» sería un tremendo mazazo para su corazón, para su vida.
¿Qué pasaría entonces?
¿Que haría con el torrente de sentimientos que sentía hacía ella?
¿Donde los depositaría?
¿Sería capaz de ver al amor de su vida todos los días y no sentir la desazón del desamor en su pecho?
¿Lo soportaría?
No. Seguro que no. Pero lo que tenía muy claro es que en la vida había que apostar.
«Arriesga y ganaras», decía el lema de su padre fallecido.
Y eso mismo había hecho con Graciela.

Flor de Loto 1


Recordaba, mientras conducía su flamante BMW por un entramado de sinuosas curvas, donde un predregoso barranco se precipitaba hacía uno de los lados, lo bien que había pasado estos últimos días con Germán. Tenía que reconocer que, además de ser escandalosamente guapo, era un tipo de la más divertido.
Graciela no se metía en el saco de esas mujeres, superficiales en su mayoría, que solo se fijan en la cáscara de los hombres. No. Graciela también sabía apreciar la calidad humana de con quien salía, y podía asegurar que aquello a Germán no le faltaba en absoluto.
Suspiró entrecortadamente y se sorprendió así misma cuando, a través del retrovisor interior, se vio reflejada con aquella sonrisa de adolescente enamorada.
—Que tonta soy —se dijo así misma en voz alta, con aquella voz dulce y melosa que tanto gustaba a Germán.
Germán, Germán, Germán.
Sí. Esta vez sí, pensó. Esta vez podía asegurar a ciencia cierta que esta vez sí estaba enamorada del hombre adecuado.
Rematadamente enamorada.
Aceleró y el coche rugió con más fuerza en la última rampa del imponente puerto de montaña.


martes, 3 de noviembre de 2009

Primero cesó la lucha, después el eco de una voz atragantada que balbuceaba, y, pasados unos segundos, también murió el rumor de una agitada respiración. Su cuerpo cayó en el centro de la habitación, con las manos sujetándose el vientre, como si quisiera agarrar la sangre que vertía sobre la alfombra color turquesa.
Antes del trance final, pudo ver la cara de su verdugo, que lo miraba con una expresión sombría, como quien no comprende lo que acaba de ocurrir.
Inmediatamente después, su corazón dejó de latir y, aun muerto, sus ojos quedaron abiertos, como si con aquel gesto pudiera negarse a dejar de existir.
La habitación, ya sin el fragor de la batalla, quedó sumida en un silencio sepulcral, donde la poca luz que entraba dibujaba formas grotescas en la pared.
Con el cuchillo todavía en las manos, María retrocedió muy lentamente hasta topar con el borde de la silla del tocador, donde apoyó la parte trasera de su cuerpo, sin apartar en ningún momento la mirada del cadáver de su marido, que parecía observarla con la fijeza de un asesino.
—¡Lo he matado! —susurró, con la incomprensión reflejada en sus ojos.
Los latidos del corazón en sus sienes eran tan fuertes que parecían los tambores de un militar dirigiendo una marcha fúnebre o, peor aun, el eco de los golpes que durante tantos años había tenido que soportar de la mano del hombre que yacía en el suelo.
Nunca más lo volvería a hacer.
Espantada, arrojó el cuchillo sobre la alfombra teñida de sangre mientras caía sentada en el lugar donde tantas veces había luchado por disfrazar con potingues los morados de su cara. Trató de abrirse paso entre la confusión y para ello buscó en el espejo enfrente suyo, como si su rostro magullado le pudiera sacar del sopor en el que se encontraba sumida. Por unos instantes no se oyó más que un sonido extraño: una gotita de sudor pareció estallar al caer al suelo, después, el llanto de un bebé tras las estrechas paredes parecieron, definitivamente, hacer reaccionar a María, entregada a la derrota frente a su propio reflejo: el de una mujer a la que apenas conocía ya.
Como impulsada por un resorte, se levantó y caminó hacia la puerta, despacio, en la medida en que sus piernas temblorosas se lo permitían. Cuando pasó al lado del cuerpo sin vida de Paco, se detuvo un momento, sin apartar sus ojos verdes de los de él, y sintió una sensación extraña, ajena a la situación vivida, como si de pronto se hubiera liberado de un peso. Era como si, de golpe y porrazo, las cadenas que durante años la habían mantenido fuertemente atada, hubieran desaparecido de repente. Alivio, eso era lo que sentía al ver a su marido muerto en el suelo. Alivio y el consuelo de saber que jamás se iba a levantar de donde estaba. Alivio porque a partir de hoy sus heridas empezarían curar para cicatrizar al fin. Alivio porque, aún con la muerte frente a ella, renacía la esperanza de ser de nuevo la persona que hacía tiempo no era.
Alivio, eso era lo que sentía.
Sus propios pensamientos la avergonzaron, ruborizándola, obligándola a volver de nuevo a la realidad, el bebé seguía llorando y salió de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.
Más tarde, después de acallar el llanto del fruto de su vientre, bajó al primer piso, con ella en brazos, sintiendo su frágil respiración contra su pecho, acompasada, tranquila.
Sobre una mesita de cristal con rebordes de madera descansaba un teléfono, junto con una rosa amarilla de hojas secas.
Descolgó el teléfono y marcó un número. Sus manos sudaban al tiempo que bailaban la música que su nervios imponían, le costó un mundo pulsar tres simples cifras.
Una voz femenina, aburrida y cansada, con el automatismo de un robot, contestó al otro lado del aparato. Como si fueran pequeñas bolas de granizo golpeando en las repisas de las ventanas, las teclas de un ordenador se escuchaban a lo lejos.
—Policía, ¿en qué le puedo ayudar?
Al otro lado se produjo un silencio prolongado. Después, ante la insistencia de la telefonista, la voz quebrada de María se coló por entre el conducto telefónico.
—He matado a mi marido —su voz sonó suave, igual que si fuera un copo de nieve cayendo sobre la hierba.
Hubo un momento de confusión al otro lado del aparato.
—¿Qué está diciendo, señora? —esta vez la voz de la agente sonó despierta, como si la confesión que acaba de escuchar la hubiera sacado del sopor en el que se encontraba.
—Ha sido un accidente, yo… yo no quería pero… pero él me estaba haciendo mucho daño. No sé qué me pasó.
—Tranquilícese, señora. Déme su dirección y dos agentes irán a su domicilio. Ellos la ayudaran. No toque nada, siéntese y espere su llegada.
María obedeció, conteniendo en sus ojos el fragor de una tormenta. Cuando hubo acabado de dar sus datos cortó la comunicación, y dejó caer el teléfono, que sonó bruscamente en el suelo. Después acomodó a la niña en la cuna, la tapó, y se sentó en el sillón junto a ella. Sus ojos, tan brillantes como dos luces en la noche, recorrieron las paredes del salón, lentamente, como queriéndose llenar de todos los recuerdos que allí dormían.
Entre los marcos de un cuadro, y tras un cristal de colores, la imagen una mujer vestida de blanco que cubría sus hombros con una gran melena de oro, mientras sonreía con expresión alegre al hombre que tenía a su lado y parecía mirarla sin reproches. Una lágrima acudió a su mejilla, y con ella, los recuerdos de aquel día preso tras el cristal.
Se levantó y caminó hasta esta, no si un esfuerzo costoso y pesado.
Con la yema de los dedos, ligeramente temblorosos, acertó a tocar el rostro del hombre.
—¿Por qué dejaste de quererme?—preguntó entre susurros, sin apenas mover los labios, ahogados por un millón de lágrimas silenciosas.
El escenario de aquellas figuras inmune al tiempo no era otro que el de su boda con el hombre muerto en el piso de arriba.
La mirada sincera de él, la sonrisa transparente de ella, sus manos entrelazadas entre sí, dos anillos que brillaban bajo la luz refulgente de aquel día de verano, todo, absolutamente todo, se había quedado dormido entre aquellos marcos colgados de la pared.
Con un torpe gesto descolgó la fotografía y volvió tras sus pasos, muy lentamente, quedándose después sentada en la misma silla de antes, con la estampa refugiada entre la seda de su camisón, sollozando palabras que apenas se entendían, mientras se sumía en el más infinito de los cansancios, en el más hondo de los abismos.
No pudo ver cómo las luces rojas y azules inundaban el salón, ni a sus vecinos alrededor de la casa intentando averiguar qué era lo que había ocurrido, ni siquiera pudo sentir cómo alguien le arrebataba a la niña de su lado, mientras ella se hundía cada vez más en un sueño del que no sabría si podría despertar...